«Hermosa costumbre la de hacer cada día un examen de
todas nuestras acciones. ¡Qué tranquila se nos queda el alma cuando ha recibido
su parte de elogio o de censura, siendo censor ella misma que, contra sí misma,
informa secretamente! Ésa es mi regla: diariamente me cito a comparecer ante mi
tribunal. En cuanto se queda a oscuras mi aposento y mi mujer, que sabe mi
costumbre, guarda silencio por respeto al mío, comienzo la inspección de la
jornada entera, pienso en todos mis actos, repaso mis discursos. No disfrazo,
no adultero nada, no olvido cosa alguna. ¿Qué puedo temer del reconocimiento de
mis faltas cuando puedo decirme: no vuelvas a hacerlo, por esta vez te
perdono? Y reconozco la actitud que he
puesto en algunas discusiones; la inutilidad de discutir con la ignorancia, que
nada quiere aprender porque nada ha aprendido; las advertencias importunas que
no he debido hacer, pues no he corregido y he molestado. Y me digo: ten cuidado
otra vez, teniendo en cuenta más que la bondad de tus consejos el estado de
ánimo del que tal vez no esté en disposición de resistir la verdad».
(SÉNECA, Lucio Anneo. Tratados filosóficos; Cartas. 8ª
ed. México: Porrúa, 2003, p. 64).