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A reader (1877),
de Albert Joseph Moore
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«En esa gran polémica con
los muertos que es la lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más
que fantaseo o que un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos
la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin
cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos
acometen; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un
extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre
nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman
libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo
occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el
comienzo de la llamarada.
Así, y en una medida suprema, ocurre con la
literatura. Un hombre que haya leído el canto XXIV de la Ilíada –el encuentro nocturno de Príamo y Aquiles– o el capítulo en que
Aliosha Karamazov se arrodilla ante las estrellas, que haya leído el capítulo
XX de Montaigne (Que philosopher c’est apprendre l’art de mourir) y el
empleo que de éste hace Hamlet y que no se inmute, que la aprehensión de su
propia vida permanezca inalterable, que de alguna manera sutil pero radical no
mire de modo distinto el cuarto en que se mueve o al que llama a su puerta,
éste ha leído con la ceguera apenas de la mirada física. ¿Pueden leerse Anna
Karenina o a Proust sin experimentar una flaqueza o una dimensión nuevas en
el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual?».
(STEINER, George. Lenguaje y silencio. 2ª ed. Madrid:
Gedisa, 2000, p. 25-26).