«Estaba harto de esta vigilancia ininterrumpida de los vecinos, de los
compañeros, de sus niños, de su amante, de su esposa. “¿Dónde estabas? ¿Dónde
vas? ¿Por qué haces esto y no lo otro? Venga, ¡respóndeme! ¿Por qué no dices
nada? ¿En qué piensas? ¿En qué piensas ahora mismo? Dímelo, ¡dímelo!”
Un día se encerró a cal y canto. Aporrearon
su puerta. Calló. Le miraron por la ventana. Le miraron por la ventana. Corrió
las cortinas. Taladraron un agujero en la puerta, y vio un ojo que lo
observaba.
Al día siguiente, a las cinco de la mañana,
se puso un sombrero, cogió algunos libros y un paraguas. Después de caminar
treinta y tres horas, se instaló en un paisaje vacío y amplio, donde no había
nadie.