12 jun 2014

El cementerio de los libros olvidados

   
«–Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
   Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
      –Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel –anunció mi padre–. Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
   El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento.Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. Él me sonrió, guinándome el ojo.
   –Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados».


(RUIZ ZAFÓN, Carlos. La sombra del viento. 39ª ed. Barcelona: Planeta, 2004, p. 9-10).

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