«–Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo
puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de
ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó
en mí, impenetrable.
–Buenos días, Isaac. Éste
es mi hijo Daniel –anunció mi padre–. Pronto cumplirá once años, y algún día él
se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a
pasar con un leve asentimiento.Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando
apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con
figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de
aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una
auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de
luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías
repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una
colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban
adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre,
boquiabierto. Él me sonrió, guinándome el ojo.
–Daniel, bienvenido al
Cementerio de los Libros Olvidados».
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