Muerte y vida (1916), de Gustav Klimt |
«Amor, el más sabio de los dioses... Pero el
amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa
indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de
esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo
había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado con exceso, como
Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no había amado lo
bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que como iniciado órfico
consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en el lado sacrificatorio
de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible alegría cuando pensaba que
aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía medir cuánta acritud fermenta en
lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto
odio se mezcla con el amor. Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella
prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio
de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su
sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que
el peor de los males era el de perderlo».
(YOURCENAR,
Marguerite. Memorias de Adriano. 1ª
ed., 21ª reimp. Barcelona: Edhasa, 1991, p. 165).