|
La vida (1903), de Pablo Picasso
|
«El
atardecer era tibio y claro; el cielo había quedado limpio desde la mañana.
Raskólnikov iba a su casa; tenía prisa. Quería acabarlo todo antes de que se
pusiera el sol. No deseaba encontrarse con nadie hasta tenerlo todo arreglado.
Al subir la escalera de su casa, se dio cuenta de que Nastasia, dejando el
samovar que estaba preparando, le había mirado fijamente y le acompañaba con la
vista. “¿No habría alguien en mi habitación?”, se preguntó. Pensó con desagrado
en Porfiri. Pero al abrir la puerta de su cuchitril, vio a Dúnechka. Estaba
sola, embebida en sus pensamientos; al parecer, hacía mucho rato que le
esperaba. Raskólnikov se detuvo en el umbral. Dunia se levantó del diván,
sobresaltada, e irguió la cabeza. Su mirada, fija, clavada en su hermano,
reflejaba un sentimiento de horror y de aflicción abrumadoras. Esa mirada bastó
a Raskólnikov para comprender que Dunia lo sabía todo».
(DOSTOIEVSKI, Fedor. Crimen
y castigo. Barcelona: Círculo de Lectores, 1984, p. 510-511).