Ágora donde iniciar historias sobre libros, naturaleza, arte y poesía; donde hallar las palabras soñadas o queridas, sin la perspectiva del tiempo... como en una biblioteca.
25 mar 2013
21 mar 2013
El origen de la primera palabra de un verso
Artes, Poesía (1898), de Alfons Mucha
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18 mar 2013
La indulgencia de Dios
Marguerite (1918), de Guy Rose
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14 mar 2013
9 mar 2013
El mirlo
Alcanzando la primavera, de Li-Shu Chen
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«Marzo
anochece gris entre los olmos desnudos, aunque sobre la hierba, donde el
asfodelo y el jacinto ya apuntan en sus tallos, están abiertas las corolas del
azafrán, encendidas de color lo mismo que una mejilla fresca contra este aire
punzante. Cerca, desde tal cima sin hoja o cual alero, echándose penas a la
espalda, silba sentido e irónico algún mirlo.
Tiene su cantar ahora la misma ligereza sin
cansancio ni sombra que tuvo a la mañana, y al recogerse tras de la jornada
volandera calla en su garganta la misma voz alegre de su despertar. Para él la
luz del poniente es idéntica a la del oriente, su sosiego de plumas tibias
ovilladas en el nido, idéntico a su vuelo de cruz loca por el aire, donde halla
materia de tantas coplas silbadas.
8 mar 2013
3 mar 2013
En sí misma
Siempre
titubea
una luz
que
sólo se ve cuando
no enciende
nada,
como
una desnudez
que se revelara en sí
misma,
no
en los ojos de quien la mira.
(MUJICA, Hugo. Y siempre después
del viento. Madrid: Visor, 2011, p. 62).
28 feb 2013
La Filosofía en la vida de cada hombre
Filosofía desde la Sala de la Signatura (1511), de Rafael Sanzio
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25 feb 2013
23 feb 2013
El sufrimiento de la vida
La vida (1903), de Pablo Picasso
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«El
atardecer era tibio y claro; el cielo había quedado limpio desde la mañana.
Raskólnikov iba a su casa; tenía prisa. Quería acabarlo todo antes de que se
pusiera el sol. No deseaba encontrarse con nadie hasta tenerlo todo arreglado.
Al subir la escalera de su casa, se dio cuenta de que Nastasia, dejando el
samovar que estaba preparando, le había mirado fijamente y le acompañaba con la
vista. “¿No habría alguien en mi habitación?”, se preguntó. Pensó con desagrado
en Porfiri. Pero al abrir la puerta de su cuchitril, vio a Dúnechka. Estaba
sola, embebida en sus pensamientos; al parecer, hacía mucho rato que le
esperaba. Raskólnikov se detuvo en el umbral. Dunia se levantó del diván,
sobresaltada, e irguió la cabeza. Su mirada, fija, clavada en su hermano,
reflejaba un sentimiento de horror y de aflicción abrumadoras. Esa mirada bastó
a Raskólnikov para comprender que Dunia lo sabía todo».
(DOSTOIEVSKI, Fedor. Crimen
y castigo. Barcelona: Círculo de Lectores, 1984, p. 510-511).