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Artes, Poesía (1898), de Alfons Mucha
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«Pues
los versos no son, como la gente cree, sentimientos (se los tiene demasiado
pronto) sino experiencias. Para escribir un solo verso es necesario ver muchas
ciudades, hombres y cosas; es preciso conocer los animales, hay que sentir cómo
vuelan los pájaros y conocer qué movimiento hacen las pequeñas flores cuando se
abren por la mañana. Es necesario poder pensar otra vez en los caminos de las
regiones desconocidas, en encuentros azarosos y en separaciones largamente
presentidas; en aquellos días de infancia cuyo secreto permanece oculto, en los
padres a los que hacíamos daño cuando nos traían una alegría que no
comprendíamos (era una alegría para otros); en las enfermedades de la infancia
que comienzan singularmente con tan profundas y graves transformaciones; en los
días pasados en habitaciones silenciosas y recogidas, y en las mañanas junto al
mar; en el mar sobre todo, en los mares, en las noches de viaje que murmuraban
allá en lo alto y volaban con todas las estrellas –y todavía tampoco alcanza
saber pensar en todo esto–. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de
amor, nunca una parecida a la otra, de gritos de parturientas y de las ligeras
y blancas paridas que duermen y se cierran. Pero también es necesario haber
estado junto a los moribundos, haber permanecido sentado al lado de los
muertos, con la ventana abierta y los ruidos que llegan en oleadas. Y no basta
tampoco tener recuerdos. Hace falta saber olvidarlos cuando nos agobian, y hay
que tener gran paciencia para aguardar su retorno. Pues los recuerdos mismos no
son todavía eso. Sólo cuando se hacen sangre, mirada, gesto en nosotros; cuando
ya no tienen nombre y no se distinguen de nosotros mismos, sólo entonces puede
suceder que en el centro de ellos, en una hora extraña, se origina, y desde
allí se eleve, la primera palabra de un verso».
(RILKE, Rainer Maria. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.
Buenos Aires: Corregidor, 1977, p. 35-36).
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