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Marguerite (1918), de Guy Rose
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«En aquella época, tú y yo creíamos en Dios,
en ese Dios que tantas gentes nos describen como si lo conocieran. Sin embargo,
nunca hablabas de Él porque lo sentías presente. Se habla sobre todo de los que
se ama cuando están ausentes. Tú vivías en Dios. Te gustaban, como a mí, los
viejos libros de los místicos que parecen haber mirado la vida y la muerte a
través de su cristal. Nos prestábamos libros. Los leíamos juntos, pero en voz
alta, sabíamos demasiado bien que las palabras siempre rompen algo. Eran dos
silencios acordes. Nos esperábamos al llegar al final de la página: tu dedo
seguía los renglones de las oraciones empezadas como si se tratase de seguir un
camino. Un día en que me sentí más valiente y tú más dulce que de costumbre, te
confesé que tenía miedo de condenarme. Sonreíste gravemente para darme
confianza. Entonces, bruscamente, aquella idea me pareció pequeña, miserable y
muy lejos, comprendí, aquel día, la indulgencia de Dios».
(YOURCENAR, Marguerite. Alexis o el tratado del inútil combate. Madrid: Alfaguara, 1992, p. 128-129).
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