«La mayor parte del mobiliario, las piezas
más pesadas, ya las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas
pequeñas hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo.
Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual:
había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros.
Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera
imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo,
uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para
contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me
animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado
acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos
tímidamente: algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no
entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi
madre me llamó.
En toda la noche no pude pensar sino en ti,
aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos,
encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el mundo, los
leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre
que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un
hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una
especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros. Traté de
imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba blanca, parecido a mi
profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por
qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo, aún creyéndote un hombre
mayor. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé por primera vez contigo».
(ZWEIG, Stefan. Carta
de una desconocida. 15ª ed. Barcelona:
Acantilado, 2002, p. 12-13).
No hay comentarios:
Publicar un comentario