La Sagrada Familia con el cordero (1507), de Rafael Sanzio
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–¡No grites! –gruñó el viejo Isacar–. ¡Te van a oír!
–¡Que me oigan! –contestó la señora Dina, alzando la voz todavía más–.
¡Eso faltaría! ¡Que no pudiera gritar en mi propia casa! ¡Que por culpa de unos
vagabundos tuviera que cerrar el pico! ¿Los conoces? ¿Los conoce alguien? Él te
dice: “Esta es mi mujer”. Eso que se lo cuenten a otro. ¡Como si yo no supiera
cómo van las cosas entre esta gente...! ¿No te da vergüenza dejar entrar algo
así en tu casa?
Isacar quería objetar que les había albergado solamente en el establo,
pero se lo calló. Le gustaba tener paz.
–Y ella –continuó la señora Dina escandalizada– está en estado
interesante, ¡para que lo sepas!, Dios mío, ¡eso es lo que nos faltaba! ¡Jesús,
María! ¡A ver si aún vamos a dar que hablar! Dime, ¿dónde tienes la cabeza? –la
señora Dina recobró el aliento–. Está claro, a una joven no le sabes decir que
no. En cuanto te ha echado una miradita te has desvivido por servirla. Por mí
no lo hubieras hecho, Isacar. “Acomodénse, buena gente, hay cantidad de paja en
el establo”. ¡Como si fuéramos los únicos en todo Belén que tienen establo!».
(ČAPEK, Karel.
Apócrifos. Madrid: Valdemar, 1989,
p. 64-65).
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