Santa Cecilia (1895), de John William
Waterhouse
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«Me quedaban las noches. Me concedía, cada
noche, unos minutos de música para mí solo. Es cierto que el placer solitario
es un placer estéril, pero ningún placer es estéril cuando nos reconcilia con
la vida. La música nos transporta a un mundo en donde el dolor sigue
existiendo, pero se ensancha, se serena, se hace a la vez más quieto y más
profundo, como un torrente que se transformara en lago. Volvía tarde y no podía
ponerme a tocar una música demasiado ruidosa; además, nunca me ha gustado. Me
daba cuenta de que, en la casa, sólo toleraban la mía y, sin duda, el sueño de
la gente cansada vale más que todas las melodías posibles.