Santa Cecilia (1895), de John William
Waterhouse
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«Me quedaban las noches. Me concedía, cada
noche, unos minutos de música para mí solo. Es cierto que el placer solitario
es un placer estéril, pero ningún placer es estéril cuando nos reconcilia con
la vida. La música nos transporta a un mundo en donde el dolor sigue
existiendo, pero se ensancha, se serena, se hace a la vez más quieto y más
profundo, como un torrente que se transformara en lago. Volvía tarde y no podía
ponerme a tocar una música demasiado ruidosa; además, nunca me ha gustado. Me
daba cuenta de que, en la casa, sólo toleraban la mía y, sin duda, el sueño de
la gente cansada vale más que todas las melodías posibles. Así fue, amiga mía,
cómo me acostumbré a tocar siempre con sordina, como si temiera despertar a
alguien. El silencio, no sólo compensa la impotencia del lenguaje, sino
también, para los músicos mediocres, la pobreza de los acordes. Siempre me ha
parecido que la música debería ser silencio, el misterio de un gran silencio
que buscara su expresión. Véase, por ejemplo, una fuente: el agua muda llena
los conductos, se acumula, desborda y la perla que cae es sonora. Creo que la
música debería ser el desbordamiento de un gran silencio».
(YOURCENAR, Marguerite. Alexis o el tratado del inútil combate. Madrid: Alfaguara, 1992, p. 108-109).
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