Antínoo como Dionisos.
Museo Pío-Clementino del Vaticano
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«Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de
aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos
arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia
había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro.
Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el
culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era
extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un
genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la
indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido
de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia
casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él
reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas
y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que
comprometía su entero ser.