Antínoo como Dionisos.
Museo Pío-Clementino del Vaticano
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«Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de
aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos
arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia
había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro.
Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el
culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era
extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un
genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la
indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido
de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia
casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él
reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas
y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que
comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los
párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a
alzarse; los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía
juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad,
mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde), eran pacientes,
gravemente aceptados. Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo
ser».
(YOURCENAR,
Marguerite. Memorias de Adriano. 1ª ed., 21ª
reimp. Barcelona: Edhasa, 1991, p. 130).
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