14 oct 2012

Antínoo

Antínoo como Dionisos
Museo Pío-Clementino del Vaticano
   «Antínoo era griego; remonté en los recuerdos de aquella familia antigua y oscura, hasta la época de los primeros colonos arcadios a orillas de la Propóntida. Pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro. Volvía a encontrar en él las supersticiones de un discípulo de Apolonio, el culto monárquico de un súbdito oriental del Gran Rey. Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Yo admiraba esa indiferencia casi altanera para todo lo que no fuese su delicia o su culto; en él reemplazaba al desinterés, a la escrupulosidad, a todas las virtudes estudiadas y austeras. Me maravillaba de su dura suavidad, de esa sombría abnegación que comprometía su entero ser. Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado. Pero lo era como lo es un dios por uno de sus fieles; mi severidad, mis accesos de desconfianza (pues los tuve más tarde), eran pacientes, gravemente aceptados. Sólo una vez he sido amo absoluto; y lo fui de un solo ser».


(YOURCENAR, Marguerite. Memorias de Adriano. 1ª ed., 21ª reimp. Barcelona: Edhasa, 1991, p. 130).

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