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La sonrisa de una lágrima (1973), de Joan Miró |
«Una noche, en el mes de septiembre, la
noche que precedió a nuestro regreso a Viena, cedí a la atracción del piano que
había permanecido cerrado hasta entonces. Estaba solo, en el salón casi del
todo a oscuras; era, ya te lo he dicho, mi última noche en Woroïno. Desde hacía
algunas semanas, una inquietud física se había metido dentro de mí, fiebre,
insomnios contra los que luchaba en vano y de los que echaba la culpa al otoño.
Hay música fresca con la que uno se desaltera. Por lo menos, yo lo creía así.
Me puse a tocar. Tocaba al principio con precaución, suavemente, delicadamente,
como si tuviera que dormir a mi alma dentro de mí. Había escogido los trozos
más serenos, puros espejos de inteligencia de Debussy y de Mozart y se hubiera
podido decir que, como antes en Viena, le tenía miedo a la música turbia. Pero
mi alma, Mónica, no quería dormir. O quizás ni siquiera fuera el alma. Tocaba
vagamente, dejando que cada nota flotase en el silencio».
(YOURCENAR, Marguerite. Alexis o el tratado del inútil combate. Madrid: Alfaguara, 1992, p. 158).
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