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Spirals (1953), de M.C. Escher
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«Raskólnikov
no había tenido tiempo de abrir los ojos del todo y volvió a cerrarlos un
instante. Estaba acostado sobre la espalda y no se movió. “¿Continúo soñando?”,
pensó. Y volvió a levantar las pestañas, insensiblemente, para mirar; el
desconocido seguía de pie en el mismo sitio y no había dejado de contemplarle.
De pronto, aquel hombre cruzó el umbral con cautela, cerró la puerta tras él,
con sumo cuidado, se acercó a la mesa, esperó un minuto, poco más o menos
–mientras tanto no apartó la vista de Raskólnikov–, y sin hacer ruido, se sentó
en la silla, junto al sofá; dejó el sombrero en el suelo, a su lado; se apoyó
con ambas manos en el bastón y posó la barbilla en las manos. Estaba claro que
se disponía a esperar largo rato. Por lo que podía verse a través de las
trémulas pestañas, aquel hombre robusto, no era joven y tenía una barba
poblada, rubia, casi blanca...
Transcurrieron unos diez minutos. Aún había
luz, pero ya comenzaba a oscurecer. En la habitación, el silencio era absoluto.
Ni de la escalera llegaba ningún ruido. Sólo se oía el zumbido de una mosca
grande que, en su vuelo, había chocado contra el cristal de la ventana. Por
fin, la situación se hizo insoportable. Raskólnikov se incorporó de pronto y se
sentó en el sofá.
–Bueno,
dígame, ¿qué quiera usted?
–Ya sabía que usted no dormía, que lo
disimulaba –contestó de manera extraña el desconocido, riéndose
tranquilamente–. Permítame que me presente: soy Arkadi Ivánovich Svidrigáilov...».
(DOSTOIEVSKI, Fedor. Crimen y
castigo. Barcelona: Círculo de Lectores, 1984, p. 285).
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