La siesta (1868), de Lawrence Alma-Tadema
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«Cuando
considero esos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro. Todo era fácil;
los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una facilidad casi divina.
Viajar era un juego: placer controlado, conocido, puesto hábilmente en acción.
El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la
que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor
cenital, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en una
atmósfera de oro, los objetos de aposento y el cuerpo tendido a nuestro lado.
La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras: el resto
de la belleza humana pasaba a ser un espectáculo, no era ya la presa que yo
había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en su comienzo,
enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba.
Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que
admirables diseños en la bóveda del cielo. Nunca he observado con tanto deleite
la palidez del alba en el horizonte de las islas, la frescura de las grutas
consagradas a las Ninfas y llenas de aves de paso, el pesado vuelo de las
codornices en el crepúsculo».
(YOURCENAR,
Marguerite. Memorias de Adriano. 1ª ed., 21ª
reimp. Barcelona: Edhasa, 1991, p. 131).
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