El gran paranoico (1936), de Salvador Dalí
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–¿Gendarmenmarkt, mein Herr? La tarifa normal..., me
refiero a la tarifa del antiguo taxímetro, sería alrededor de un marco.
La noche anterior, el Kurs había subido a dos billones de marcos el dólar. Cuando pasamos por la esquina donde Walter Rathenau había sido asesinado –¿hacía dieciséis meses?, parecía toda una vida–, convinimos en que, puesto que yo no tenía cuatro de los nuevos billetes de cien mil millones de marcos, una moneda de un cuarto de dólar norteamericano bastaría para cubrir el costo del viaje.
Me habían citado para entrevistarme con el doctor Strassburger a fin de discutir mis inversiones. No me había molestado mucho por el asunto. Mis acciones alemanas subían. Unas veces vendía algunas para reunir los pocos dólares que necesitaba para vivir; otras compraba más, aumentando mi deuda con Waldstein & Co. Sentía que estaba en buenas manos, aunque, súbitamente, el día anterior, había encontrado un mensaje de Christoph a Meier: Herr Geheimrat Doktor Strassburger solicitaba mi presencia a las diez.
La noche anterior, el Kurs había subido a dos billones de marcos el dólar. Cuando pasamos por la esquina donde Walter Rathenau había sido asesinado –¿hacía dieciséis meses?, parecía toda una vida–, convinimos en que, puesto que yo no tenía cuatro de los nuevos billetes de cien mil millones de marcos, una moneda de un cuarto de dólar norteamericano bastaría para cubrir el costo del viaje.
Me habían citado para entrevistarme con el doctor Strassburger a fin de discutir mis inversiones. No me había molestado mucho por el asunto. Mis acciones alemanas subían. Unas veces vendía algunas para reunir los pocos dólares que necesitaba para vivir; otras compraba más, aumentando mi deuda con Waldstein & Co. Sentía que estaba en buenas manos, aunque, súbitamente, el día anterior, había encontrado un mensaje de Christoph a Meier: Herr Geheimrat Doktor Strassburger solicitaba mi presencia a las diez.
El Kurfürstendamm estaba lleno de automóviles y peatones que llevaban paraguas
relucientes. Pese a la lluvia, unos obreros con una escalera y largos cepillos
pegaban un cartel en una Litfassäule. (No sé cómo llamamos nosotros a estos postes de
anuncios, porque no los tenemos. Son unas columnas redondas y anchas, de unos
cuatro metros de altura, enclavadas en las aceras y completamente cubiertas de
anuncios comerciales y oficiales.) El cartel que estaban pegando a aquélla
parecía el titular de un periódico, enormemente ampliado, con letras góticas
negras sobre fondo blanco:
¡GOLPE DE HITLER EN MUNICH!
–¿Qué es esto? –pregunté al
conductor, que se encogió de hombros.
–No se sabe nada. Los nazis
cortan las líneas telefónicas y telegráficas, y todo lo que se sabe es lo que
dice la gente que llega en el tren nocturno, es decir, nada, excepto que hubo
un tumulto en una cervecería. Esos malditos bávaros, todo lo hacen en las
cervecerías.
Era la primera vez que oía la
palabra “nazi”».
(SOLMSSEN, Arthur R.G. Una princesa en Berlín. 2ª ed. Barcelona: Tusquests, 2012, p. 400-401).
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