«El tercer pregón era al anochecer, en
otoño. El farolero había pasado ya, con su largo garfio al hombro, en cuyo
extremo se agitaba como un alma la llamita azulada, encendiendo los faroles de
la calle. A la luz lívida del gas brillaban las piedras mojadas por las
primeras lluvias. Un balcón aquí, una puerta allá, comenzaban a iluminarse por
la acera de enfrente, tan próxima en la estrecha calle. Luego se oía correr las
persianas, cerrar los postigos. Tras el visillo del balcón, la frente apoyada
al frío del cristal, miraba el niño la calle un momento, esperando. Entonces
surgía la voz del vendedor viejo, llenando el anochecer con su pregón ronco de
“¡Alhucema fresca!”, en el cual las vocales se cerraban, como el grito ululante
de un búho. Se le adivinaba más que se le veía, tirando de una pierna a
rastras, nebulosa y aborrascada la cara bajo el ala del sombrero caído sobre él
como una teja, que iba, con su saco de alhucema al hombro, a cerrar el ciclo
del año y de la vida.
Era el primer pregón la voz, la voz pura; el
segundo el canto, la melodía; el tercero el recuerdo y el eco, la voz y la
melodía ya desvanecidas».
(CERNUDA, Luis. Ocnos. Sevilla: Fundación Luis Cernuda, 2002, p. 35-36).
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