«No mira hacia atrás el infame o redentor barquero porque conoce muy
bien lo que queda a su espalda, de ello huye o de ello viene o allí ha robado
su cargamento de libros, no se sabe si va a hundirlos en el lugar más profundo
de la laguna, allí donde las inaudibles voces de los ahogados y de algún
descreído duende cuentan otras historias que jamás serán impresas ni tendrán
volumen. O si los está salvando de una nueva quema o una nueva codicia, como si
fueran oro viejo y pesado que podría hacer zozobrar la barca si se rizara el
agua o una tempestad la enfureciera. El mar o laguna está tan en calma que casi
parece oleaginoso, en realidad no es posible que esa embarcación avance con su
escuálido remo para el que no hay esfuerzo y su vociferante carga de
condenados, o si de no fugitivos del ya conocido mundo pasado y perdido, la
barca como una carreta llena de espíritus nobles arrastrados al patíbulo. O es
acaso mujer el barquero y entonces es más posible que sea salvador su viaje
hacia el tiempo anterior o hacia el aún nunca visto, el intento de preservación
de lo ya sabido y transmitido y contado, el hilo de la continuidad y el vínculo
escrito en el agua de los vivos y los muertos callados, como el nombre del
poeta joven que se rindió en Piazza de Spagna, y whose
name was writ on water. Y así esta imagen, como aquella frase,
quizá sea sólo una despedida, o más bien un epitafio».
(MARÍAS, Javier y BUCHHOLZ, Quint. El libro de los libros: historias de
imágenes. Madrid: Lumen, 1998, p. 116-117).
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