«De
modo que fuimos los dos al café Gluck, y, mira por dónde, allí estaba sentado
Mendel el de los libros, con las gafas puestas, la barba desaliñada, vestido de
negro. Leyendo, se balanceaba como un oscuro matorral al viento. Nos acercamos,
pero él no se dio cuenta. Se limitaba a estar allí sentado, leyendo y
balanceando el torso como si fuera una pagoda, hacia delante y hacia atrás, por
encima de la mesa. Tras él, de un gancho, colgaba su negro y raído paletó,
asimismo atiborrado de revistas y apuntes. Para anunciarnos, mi amigo tosió con
fuerza. Pero Mendel, las gruesas gafas aplastadas contra el libro, seguía sin
percatarse de nuestra presencia. Por fin mi amigo dio sobre la superficie de la
mesa un golpe tan fuerte y enérgico como cuando llama uno a una puerta...
Entonces Mendel levantó la vista y, con un movimiento mecánico y rápido, se
subió hasta la frente las toscas gafas de montura de acero. Bajo las erizadas
cejas de un gris ceniza, dos extraños ojos se clavaron en nosotros, unos ojos
pequeños, negros, despiertos, de mirada ágil, aguda y temblequeante como la
lengua de una serpiente. Mi amigo me presentó, y yo expuse mi demanda, para lo
cual –la argucia me la había recomendado expresamente mi amigo–
empecé por quejarme, en apariencia furioso, del bibliotecario que no me había
querido dar información alguna. Mendel se echó hacia atrás y escupió con
cuidado. Después soltó una breve risa, y en la marcada jerga de los judíos
orientales, exclamó: “¿Que no ha querido?” No. ¡No ha podido! Es un parch, un burro apaleado con el pelo
gris. Le conozco, para mi desgracia, desde hace veinte años largos, pero sigue
sin haber aprendido nada. Embolsarse el sueldo... es lo único que saben hacer
esos doctores. Deberían acarrear piedras en lugar de andar metidos entre libros».
(ZWEIG, Stefan. Mendel,
el de los libros. Barcelona: Acantilado, 2009, p. 14-15).
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