«El señor
Rodó es bibliotecario –dijo mi madre–. Trabaja en la Biblioteca Nacional.
–¿Has
estado alguna vez allí? –me preguntó.
–No –me
disculpé.
–Tiene más
de tres millones de libros –dijo mi madre–, animándolo a hablar–. Y hay un
montón de gatos para los ratones, y cada gato tiene su nombre y consta en
nómina, como un empleado más.
Y sí,
entonces habló de la biblioteca, de libros raros, de códices, de archivos, y
confirmó lo de los gatos, pero todo muy vagamente, con ganas de zanjar pronto
el tema.
–A ti te
gusta leer, ¿no es verdad, Émil?
El señor
Rodó tardó en levantar los ojos del plato. Luego se despejó el mechón
peinándose lentamente con la mano hacia atrás, demorando el momento de mirarme
con un gesto fingido de sorpresa.
–¿Qué tipo
de libros te gustan? –preguntó, y al decirlo se rascó delicadamente una ceja
con la uña del meñique. Comprendí que le era del todo indiferente mi respuesta.
–No sé, me
gusta la filosofía –dije yo con cierto afán de desquite, y procurando ser lo
más lacónico posible.
Él adoptó
entonces una actitud ponderativa: se llevó un dedo a los labios y remotamente
asintió. Luego con la otra mano dibujó en el aire una espiral, incitándome a
continuar».
(LANDERO, Luis. El
guitarrista. Barcelona: Tusquets, 2002, p. 171-172).
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