«Mas
no vayamos demasiado aprisa: rodaríamos sin querer por la cuesta que nos
devuelve al presente. Contemplemos más bien ese mundo en donde el hombre no
estorba todavía, esas pocas leguas de bosque cortado por algunas landas, que se
extienden casi sin interrupción desde Portugal hasta Noruega, desde las dunas
hasta las futuras estepas rusas. Recreemos dentro de nosotros ese océano verde –no
inmóvil, como lo son las tres cuartas partes de nuestras reconstrucciones del
pasado–, sino moviéndose y cambiando en el transcurso de las horas, de los días
y de las estaciones, que fluyen sin haber sido computados por nuestros
calendarios ni por nuestros relojes. Contemplemos cómo enrojecen en otoño los
árboles de hoja caduca, y cómo mecen los abetos en primavera sus hojas
recientes, cubiertas aún de una delgada cápsula parda. Bañémonos en ese
silencio casi virgen de ruidos de voces y herramientas humanas, sólo
interrumpido por los cantos de los pájaros o su llamada de aviso cuando algún enemigo,
ardilla o comadreja, se acerca; el zumbido de miríadas de mosquitos, a un mismo
tiempo depredadores y presas; el gruñido de un oso que busca un panal de miel
en la hendidura de un árbol, mientras las abejas lo defienden zumbando, o
asimismo el estertor de un ciervo atacado por un lobo cerval.
En las
ciénagas rebosantes de agua, un pato se sumerge; un cisne que toma impulso para
volver al cielo hace enorme ruido de velas desplegadas; las culebras
reptan silenciosamente sobre el musgo o
susurran entre las hojas secas; hierbas rígidas tiemblan en lo alto de las
dunas, movidas por el viento del mar que aún no han ensuciado los humos de
ninguna caldera, ni el aceite de ningún carburante, y sobre el cual todavía no
se ha aventurado nave alguna. En ocasiones, en alta mar, surge el chorro
poderoso de una ballena, el salto gozoso de las marsopas tal y como yo las vi,
desde la parte delantera de un barco sobrecargado de mujeres, de niños, de
enseres domésticos y de edredones cogidos al azar, en el cual me encontraba con
los míos en septiembre de 1914, de camino hacia la parte no invadida de
Francia, vía Inglaterra; y la niña de once años que yo era entonces sentía ya
confusamente que aquella alegría animal pertenecía a un mundo más puro y más
divino que este que tenemos, donde los hombres hace sufrir a otros hombres».
(YOURCENAR,
Marguerite. El laberinto del mundo.
Madrid: Alfaguara, 2012, p. 279-280).
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