24 may 2019

Recuerdos de una infancia

   «Mas no vayamos demasiado aprisa: rodaríamos sin querer por la cuesta que nos devuelve al presente. Contemplemos más bien ese mundo en donde el hombre no estorba todavía, esas pocas leguas de bosque cortado por algunas landas, que se extienden casi sin interrupción desde Portugal hasta Noruega, desde las dunas hasta las futuras estepas rusas. Recreemos dentro de nosotros ese océano verde –no inmóvil, como lo son las tres cuartas partes de nuestras reconstrucciones del pasado–, sino moviéndose y cambiando en el transcurso de las horas, de los días y de las estaciones, que fluyen sin haber sido computados por nuestros calendarios ni por nuestros relojes. Contemplemos cómo enrojecen en otoño los árboles de hoja caduca, y cómo mecen los abetos en primavera sus hojas recientes, cubiertas aún de una delgada cápsula parda. Bañémonos en ese silencio casi virgen de ruidos de voces y herramientas humanas, sólo interrumpido por los cantos de los pájaros o su llamada de aviso cuando algún enemigo, ardilla o comadreja, se acerca; el zumbido de miríadas de mosquitos, a un mismo tiempo depredadores y presas; el gruñido de un oso que busca un panal de miel en la hendidura de un árbol, mientras las abejas lo defienden zumbando, o asimismo el estertor de un ciervo atacado por un lobo cerval.
   En las ciénagas rebosantes de agua, un pato se sumerge; un cisne que toma impulso para volver al cielo hace enorme ruido de velas desplegadas; las culebras reptan  silenciosamente sobre el musgo o susurran entre las hojas secas; hierbas rígidas tiemblan en lo alto de las dunas, movidas por el viento del mar que aún no han ensuciado los humos de ninguna caldera, ni el aceite de ningún carburante, y sobre el cual todavía no se ha aventurado nave alguna. En ocasiones, en alta mar, surge el chorro poderoso de una ballena, el salto gozoso de las marsopas tal y como yo las vi, desde la parte delantera de un barco sobrecargado de mujeres, de niños, de enseres domésticos y de edredones cogidos al azar, en el cual me encontraba con los míos en septiembre de 1914, de camino hacia la parte no invadida de Francia, vía Inglaterra; y la niña de once años que yo era entonces sentía ya confusamente que aquella alegría animal pertenecía a un mundo más puro y más divino que este que tenemos, donde los hombres hace sufrir a otros hombres».


(YOURCENAR, Marguerite. El laberinto del mundo. Madrid: Alfaguara, 2012, p. 279-280).

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