31 mar 2019

Las ambiciones de la traducción

«No hay traducciones.
Pain no es bread; la palabra francesa es cálida, con cierta resonancia de hambre y gleba. Home no es Heim; la palabra alemana porta ecos de refugio, de asilo, de hospicio, y aun así proyecta su sombra en la contundente excitación de Heimat, Heimatland, el templo de la conciencia nacional, el hogar de la exaltación política. El inglés no tiene un equivalente exacto.
   Lo que es cierto de una palabra única es más cierto cuando nos referimos a toda una oración, a todo un párrafo, a toda una página. Ni siquiera la proposición más simple pasa correctamente de un idioma a otro; cada idioma enmarca sus palabras de manera única.
Además, el escritor que se precia saca a martillazos su propio lenguaje de la cantera general. Todo estilo literario es un lenguaje dentro del lenguaje, así que todo lo que una traducción puede ambicionar es recomponer un tanto (lo que le es posible) de lo que el escritor extranjero puede haber modelado en otro idioma. Esto es ya bastante difícil en el discurso normal en prosa; la prosa tiene su particular sutileza de estructura, y la sintáxis de un idioma codifica tradiciones complejas de conducta y cierta convención históric de lo real. Cuando nos las vemos con la poesía, la traducción es bien un plagio honrado, un estribo que hay que poner junto al diccionario, bien una imitación, un reestatuto de gestos paralelos en un medio radicalmente transformado.
   Los grandes traductores  –y son deplorablemente escasos– actúan como una especie de espejo vivo. Dan del original no una equivalencia, pues esto no puede ser, sino una contrapartida vital, un eco, fidedigno aunque autónomo, como lo encontramos en el diálogo del amor humano. Un acto traductor es un acto amoroso.  Allí donde falla, sea por inmodestia o por inteligencia confundida, hay traición. Allí donde resulta afortunado, hay encarnación».


(STEINER, George. Lenguaje y silencio. 2ª ed. Madrid: Gedisa, 2000, p. 241-242).

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