«No hay traducciones.
Pain no es bread; la palabra francesa es cálida,
con cierta resonancia de hambre y gleba. Home
no es Heim; la palabra alemana
porta ecos de refugio, de asilo, de hospicio, y aun así proyecta su sombra en
la contundente excitación de Heimat,
Heimatland, el templo de la conciencia nacional, el hogar de la exaltación
política. El inglés no tiene un equivalente exacto.
Lo que es cierto de una
palabra única es más cierto cuando nos referimos a toda una oración, a todo un
párrafo, a toda una página. Ni siquiera la proposición más simple pasa
correctamente de un idioma a otro; cada idioma enmarca sus palabras de manera
única.
Además, el escritor que se precia saca a martillazos su propio lenguaje
de la cantera general. Todo estilo literario es un lenguaje dentro del
lenguaje, así que todo lo que una traducción puede ambicionar es recomponer un
tanto (lo que le es posible) de lo que el escritor extranjero puede haber
modelado en otro idioma. Esto es ya bastante difícil en el discurso normal en
prosa; la prosa tiene su particular sutileza de estructura, y la sintáxis de un
idioma codifica tradiciones complejas de conducta y cierta convención históric
de lo real. Cuando nos las vemos con la poesía, la traducción es bien un plagio
honrado, un estribo que hay que poner junto al diccionario, bien una imitación,
un reestatuto de gestos paralelos en un medio radicalmente transformado.
Los grandes traductores –y son
deplorablemente escasos– actúan como una especie de espejo vivo. Dan del
original no una equivalencia, pues esto no puede ser, sino una contrapartida
vital, un eco, fidedigno aunque autónomo, como lo encontramos en el diálogo del
amor humano. Un acto traductor es un acto amoroso. Allí donde falla, sea por inmodestia o por
inteligencia confundida, hay traición. Allí donde resulta afortunado, hay
encarnación».
(STEINER, George. Lenguaje y silencio. 2ª ed. Madrid:
Gedisa, 2000, p. 241-242).
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