«Cuántos
libros. Hileras de libros, galerías de libros, perspectivas de libros en este
vasto cementerio del pensamiento, donde ya todo es igual, y que el pensamiento
muera no importa. Porque también mueren los libros, aunque nadie parezca
apercibirse del olor (quizá abunda por aquí literatura francesa, con sus modas
que sólo contienen muerte) exhalado por tantos volúmenes corrompiéndose
lentamente en sus nichos. ¿Era esto lo que ellos, sus autores, esperaban?
Ahí está la inmortalidad para después, en la
cual se han resuelto horas amargas que fueron vida, y la soledad de entonces es
idéntica a la de ahora: nada y nadie. Mas un libro debe ser cosa viva, y su
lectura revelación maravillada tras la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo es
más de como antes lo era. De no ser así el libro, para poco sirve su
conocimiento, pues el saber ocupa lugar, tanto que puede desplazar a la
inteligencia, como esta biblioteca al campo que antes aquí había.
Que la lectura no sea contigo, como sí lo es
con tantos frecuentadores de libros, leer para morir. Sacude de tus manos ese
polvo bárbaramente intelectual, y deja esta biblioteca, donde acaso tu
pensamiento podrá momificado alojarse un día. Aún estás a tiempo y la tarde es
buena para marchar al río, por aguas nadan cuerpos juveniles más instructivos
que muchos libros, incluido entre ellos algún libro tuyo posible. Ah, redimir
sobre la tierra, suficiente y completo como un árbol, las horas excesivas de
lectura».
(CERNUDA, Luis. Ocnos. Sevilla: Ayuntamiento, 2002, p. 135-136).
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