Otoño en Murnau (1908), de Wassily Kandinsky
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hacen en cada otoño,
cuando
amenazan doradas que va siendo
ya el tiempo de caer,
y se atusan el cuerpo con un débil
coraje, y se demoran
largamente en su herida,
poseídas por el oro germinal
de los últimos frutos.
Entonces vuelve la memoria,
la tensa luz que gime por la altura,
el origen del viento que derrama
a su paso a quien queda
pendiente de ese hilo ya aferrado
a la condena del invierno.
Voraz la savia elige
nuevas hojas de abril, otros caminos
para colmar la vida, para luego
renacer lentamente
en el ciclo que torna con el fruto.
Y así, siempre incansable,
vuelve la tierra al gozo cuando asciende
al más alto ramaje
y descubre la luz nueva y distinta
en el azul del día,
en la renuncia a pervivir de alguna
que otra rama ya gris y deshojada,
el ansia circular que en el retorno
quiere surgir en flor sobre la tarde.
¿Quién hiere esa pasión, quién ha sentido
el vibrante silencio de la noche
adormecerse en su quietud, posarse
con los dedos ingenuos de la helada
en el páramo gris?
¿Con qué insondable
renunciación la vida no presiente
su cercano final, su fin certero?
¿Cuándo el temblor es signo de esa lenta
sacudida de amor, si luego todo
va renaciendo al fin, si luego apenas
puede el pálpito gris de cada sueño
despertarse sin más, abrir los ojos
y contemplar la luz que se deshace
como miel sobre el mundo, y no sabía
que la mañana rompe con sus ansias
cualquier premonición sobre estas hojas,
cualquier sombra de muerte en cada rama?
(MUÑOZ QUIRÓS, Jose María. Dibujo de la luz. [Valladolid]: Consejería
de Educación y Cultura, 1998, p. 42-43).
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