«Antes que la nieve, y a traición, llegaba el
hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún
calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de
pronto y se volvía más limpio, y luego viento, un viento tan cruel y delicado
como si estuviera hecho de cristal, un cristal aéreo y transparente que bajaba
silbando de la sierra sin levantar el polvo de las calles. Entonces, en la
frontera de cualquier noche de octubre, noviembre con suerte, el viento nos
alcanzaba antes de volver a casa, y sabíamos que lo bueno se había acabado. Daba
igual que en uno de esos viejos carteles de colores que a don Eusebio le
gustaba colgar en las paredes de la escuela, pudiéramos leer cada mañana que el
invierno empieza el 21 de diciembre. Eso sería en Madrid. En mi pueblo, el
invierno empezaba cuando quería el viento, cuando al viento se le antojaba
perseguirnos por las callejas y arañarnos la cara con sus uñas de cristal como
si tuviera alguna vieja cuenta que ajustar con nosotros, una deuda que no se
saldaba hasta la madrugada, porque seguía zumbando sin descanso al otro lado de
las puertas, de las ventanas cerradas, para cesar de repente, como empachado de
su propia furia, a esa hora en la que hasta los desvelados duermen ya. Y en esa
calma artera y sigilosa, a despecho de los libros y de los calendarios, aunque
no estuviera escrito en ningún cartel, la primera helada caía sobre nosotros.
Después, todo era invierno».
[GRANDES, Almudena. El lector de Julio Verne. 4ª ed. Barcelona: Tusquets, 2016.
(Episodios de una guerra interminable; 2). p. 17].
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