Adan y Eva (1909), de Edvard Munch
|
«No me reconociste entonces. Y cuando dos
días más tarde tu mirada me envolvió con una cierta familiaridad al volver a
encontrarnos, no reconociste en mí a aquella niña que te había querido y a la
que habías hecho despertar, sino sólo a la hermosa joven de dieciocho años que
se había cruzado en tu camino dos días antes en ese mismo lugar. Me miraste
agradablemente sorprendido, se te escapó una leve sonrisa. Volviste a pasar de
largo pero retrocediste enseguida: yo temblaba, estaba exultante de alegría,
rogaba que me hablases. Noté que estaba viva para ti por primera vez y
ralenticé el paso, no te evité. De repente te sentí justo detrás de mí sin
necesidad de darme la vuelta y supe que, por primera vez, escucharía tu
adorable voz dirigida hacia mí. La expectativa era paralizante, creí que iba a
tener que detenerme de tantos martillazos que me daba el corazón, y entonces
apareciste a mi lado. Me hablaste como lo haces tú normalmente, de manera
desenfadada y alegre, como si fuéramos amigos desde hacía años –ay, y no tenías la más mínima idea de mí, nunca fuiste consciente de
lo que había sido mi vida–. Me hablaste de forma tan seductora y natural, que
hasta fui capaz de responderte. Caminamos juntos hasta el final de la calle. Me
preguntaste si quería que fuésemos a cenar juntos y acepté. ¿Me habría atrevido
yo a negarte algo?».
(ZWEIG, Stefan. Carta
de una desconocida. 15ª ed. Barcelona:
Acantilado, 2002, p. 34-35).
No hay comentarios:
Publicar un comentario