22 feb 2018

El encuentro


Adan y Eva  (1909),  de Edvard Munch
«No me reconociste entonces. Y cuando dos días más tarde tu mirada me envolvió con una cierta familiaridad al volver a encontrarnos, no reconociste en mí a aquella niña que te había querido y a la que habías hecho despertar, sino sólo a la hermosa joven de dieciocho años que se había cruzado en tu camino dos días antes en ese mismo lugar. Me miraste agradablemente sorprendido, se te escapó una leve sonrisa. Volviste a pasar de largo pero retrocediste enseguida: yo temblaba, estaba exultante de alegría, rogaba que me hablases. Noté que estaba viva para ti por primera vez y ralenticé el paso, no te evité. De repente te sentí justo detrás de mí sin necesidad de darme la vuelta y supe que, por primera vez, escucharía tu adorable voz dirigida hacia mí. La expectativa era paralizante, creí que iba a tener que detenerme de tantos martillazos que me daba el corazón, y entonces apareciste a mi lado. Me hablaste como lo haces tú normalmente, de manera desenfadada y alegre, como si fuéramos amigos desde hacía años –ay, y no tenías la más mínima idea de mí, nunca fuiste consciente de lo que había sido mi vida–. Me hablaste de forma tan seductora y natural, que hasta fui capaz de responderte. Caminamos juntos hasta el final de la calle. Me preguntaste si quería que fuésemos a cenar juntos y acepté. ¿Me habría atrevido yo a negarte algo?».


(ZWEIG, Stefan. Carta de una desconocida. 15ª ed. Barcelona: Acantilado, 2002, p. 34-35).

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