Farmhouse
with birch trees (1903), de
Gustav Klimt
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La atmósfera del verano, densa hasta
entonces, se aligeraba y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos
eran casi dolorosos, punzando la carne como la espina de una flor. Caían las
primeras lluvias a mediados de septiembre, anunciándolas el trueno y el súbito
nublarse del cielo, con un chocar acerado de aguas libres contra prisiones de
cristal. La voz de la madre decía: "Que descorran la vela", y tras
aquel quejido agudo (semejante al de las golondrinas cuando revolaban por el
cielo azul sobre el patio), que levantaba el toldo al plegarse en los alambres
de donde colgaba, la lluvia entraba dentro de la casa, moviendo ligera sus pies
de plata con rumor rítmico sobre las losas de mármol.
De las hojas mojadas, de la tierra
húmeda, brotaba entonces un aroma delicioso, y el agua de la lluvia recogida en
el hueco de tu mano tenía el sabor de aquel aroma, siendo tal la sustancia de
donde aquél emanaba, oscuro y penetrante, como el de un pétalo ajado de
magnolia. Te parecía volver a una dulce costumbre desde lo extraño y distante.
Y por la noche, ya en la cama, encogías tu cuerpo, sintiéndolo joven, ligero y
puro, en torno de tu alma, fundido en ella, hecho alma también él mismo».
(CERNUDA, Luis. Ocnos. Sevilla: Ayuntamiento, 2002, p. 17-18).
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