El ángel caído, en el Parque de El Retiro (Madrid) |
«En las noches de luna nueva un “maggid”, o ángel instructor, descendía de las órbitas celestes y penetraba en el aposento del gran rabino, a quien llamaban la Corona y la Diadema, la Llama y el Único en su tiempo. Le enviaban para revelar al gran rabino los secretos del mundo superior que ningún vivo es capaz de desvelar por sí mismo. Y los secretos son innumerables.
El ángel no adoptó la forma humana.
Nada en él asemejaba lo que acostumbran a ver los ojos humanos. Pero era de una
gran belleza.
–Los signos que usáis para formar las palabras –le aleccionó– contienen las grandes fuerzas y el poder que mantiene el curso del mundo. Debes saber que todo lo que en la tierra aparece en forma de palabra deja su huella en el mundo superior. El alef, el primero de los signos, encierra en sí la verdad. Beta, el segundo, la grandeza. A continuación viene la elevación. El cuarto signo encierra la gloria del mundo divino y en el quinto reside la fuerza del sacrificio.
Después viene la pureza, luego la luz. El poder penetrar en las cosas y el conocimiento. La justicia, el orden que rige todas las cosas, el movimiento eterno. Pero el más excelso es el último signo, el taf, con el que se despide el sabbath. En él reside el equilibrio del mundo que los cinco ángeles mayores deben proteger: Miguel, señor de las piedras y los metales, Gabriel, que domina el hombre y los animales, Rafael, a quien las aguas obedecen, Feliel, a quien se ha encomendado la hierba y todas las plantas, y Uriel, que rige el fuego. Ellos vigilan que el equilibrio del mundo no se rompa, y tú, insensato, tan insignificante como un grano de arena, un hijo del polvo, te has atrevido a perturbarlo».
(PERUTZ, Leo. De noche, bajo el puente de piedra. Barcelona: Muchnik, 1991, p. 126-127).
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