«Ese romanticismo aéreo y volador presta alas a todas
las cosas de la tierra. El misterio pasa de la sustancia a su atmósfera. Todo
conspira para dar al ser aislado una vida universal. Cuando yo escuchaba
madurar las ciruelas, veía el sol acariciando todas las frutas, dorando todas
las redondeces, puliendo todas las riquezas. El verde arroyo, en su leve
cascada estremecía las campanas de la aguileña. Volaba un sonido azul. El
racimo de flores lanzaba trinos sin fin en el cielo azul. Comprendía a Shelley
(Epipsychidion): “y de sus labios, como de un jacinto lleno de rocío de
miel, cae gota a gota un murmullo líquido, que hace morir de pasiones los
sentidos, tan dulce como las pausas de la música planetaria oída en el
éxtasis”. Cuando una flor murmura así, cuando la campanilla de las flores
resuena en la cima de las umbelas, toda la tierra calla, todo el cielo habla.
El universo aéreo se colma de una armonía de colores. Las anémonas de tan
diverso colorido pintan los cuatro vientos del cielo... El color se mezclaba a
la voz, a los aromas, del tiempo en que las flores hablaban...».
(BACHELARD, Gaston. El agua y los
sueños. 1ª ed., 7ª reimp. México: Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 69).
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