«Con la
alegría y la impresión de que algo nuevo y grave era inminente, nos volvimos a
Rota. Allí seguimos, tranquilos, trabajando, tumbados en las dunas, recorriendo
descalzos las orillas, bien lejos de las preocupaciones electorales que traían
hirviendo a toda España.
Pero
de pronto cambió todo. Alguien, desde Madrid, nos llamó por teléfono,
gritándonos:
– ¡Viva la República!
Era
un mediodía rutilante, rutilante de sol. Sobre la página del mar, una fecha de
primavera: 14 de abril.
Sorprendidos
y emocionados, nos arrojamos a la calle viendo con asombro que ya en la
torrecilla del ayuntamiento de Rota una vieja bandera de la República del 73
ondeaba sus tres colores contra el cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras
gentes pacíficas la comentaban desde las esquinas, atronados por una rayada
“Marsellesa” que algún republicano impaciente hacía sonar en su gramófono.
Mientras sabíamos que Madrid se desbordaba callejeante y verbenero, satirizando
en figuras y coplas la dinastía que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un
pobre guarda civil roteño, apoyado contra la tapia de sol y moscas de su
cuartelillo, repetía, abatido, meneando la cabeza:
– ¡Nada, nada! ¡Que no
me acostumbro! ¡Que no me acostumbro!
– ¿A qué no te
acostumbras, hombre? – quiso saber el otro que le acompañaba y formaba con él
pareja.
– ¿A qué va a ser? ¡A
estar sin rey! Parece que me falta algo.
De nuevo, y como siempre –yo
empezaba a ver claro– , dos Españas: el mismo muro de incomprensión
separándonos (muro que un día, al descorrerse, iba a dejar en medio un gran río
de sangre). Así María Teresa y yo lo íbamos comentando camino de Madrid».
(ALBERTI, Rafael. La arboleda perdida: libros I y II de memorias. 1ª ed., 6ª reimp. Barcelona: Seix Barral,
1981, p. 311-312).
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