–Forzosamente, uno de los que iban a empeñar
–asintió Razumijin–. Porfiri no deja entrever lo que piensa, pero a los que
llevaban objetos a empeñar los interroga.
–¿Interroga a los que empeñaban? –preguntó
Raskólnikov en voz alta.
–Sí, ¿y qué?
–Nada.
–¿Y cómo sabe quiénes son? –preguntó
Zosímov.
–A unos los ha indicado Koj, otros tenían el
nombre escrito en los papeles que envolvían los objetos empeñados, otros se
presentaron no bien oyeron...
–¡Qué hábil y experimentado debe ser el
canalla!¡Qué audacia! ¡Qué decisión!
–¡Ca! Todo lo contrario –exclamó Razumijin,
interrumpiéndole–. Esta idea es la que os hace perder la pista a todos. Yo digo
que era inhábil, inexperimentado, y que, probablemente, este es su primer
golpe. Si admites que es obra de un canalla hábil y calculador, el hecho
resulta inverosímil. Si admites, en cambio, que no tenía experiencia resulta
que la casualidad y nada más que la casualidad le sacó de apuros. ¿Cuántas
cosas no se deben a la casualidad? A lo mejor, ni siquiera previó las
dificultades y los obstáculos. ¿Y cómo se comporta? Toma unos objetos de diez a
veinte rublos, se llena los bolsillos con estos objetos, revuelve el cofre de
la vieja, donde hay trapos, y en el cajón superior de la cómoda, han encontrado
mil quinientos rublos en oro y plata, sin contar los billetes. Ni siquiera se
dio maña para robar, sólo supo matar. Fue su primer golpe, créeme, su primer
golpe. Se desconcertó. ¡Y se salvó no por cálculo, sino por casualidad!».
(DOSTOIEVSKI, Fedor. Crimen
y castigo. Barcelona: Círculo de Lectores, 1984, p. 163-164).
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