«El niño cambiaba, crecía. Una semana de
indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía su firmeza,
su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del color del jazmín al de
la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió
su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el
tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de
una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una
ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo
lo esculpiera noche y día».
(YOURCENAR,
Marguerite. Memorias de Adriano. 1ª ed., 21ª
reimp. Barcelona: Edhasa, 1991, p. 131).