«Después
de haber relatado aquí unos recuerdos más o menos inconexos, quisiera consignar
el milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado:
el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del
alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila
sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales
constituye, en lo sucesivo, una puerta de entrada, a otros siglos, a otros
países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra
vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará
un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Yo nunca tuve
libros para niños. Los tomos rosas y dorados de la condesa de Segur me parecían
llenos de tonterías e incluso de bajeza: historias contadas por un adulto que
calumniaba e idiotizaba a los niños. Jules Verne me aburría; quizá sólo gustara
a los chicos.