«Después
de haber relatado aquí unos recuerdos más o menos inconexos, quisiera consignar
el milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado:
el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del
alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila
sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales
constituye, en lo sucesivo, una puerta de entrada, a otros siglos, a otros
países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra
vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará
un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Yo nunca tuve
libros para niños. Los tomos rosas y dorados de la condesa de Segur me parecían
llenos de tonterías e incluso de bajeza: historias contadas por un adulto que
calumniaba e idiotizaba a los niños. Jules Verne me aburría; quizá sólo gustara
a los chicos. Blancanieves, La pequeña cerillera, La bella durmiente del
bosque, me encantaban, pero me los sabía de memoria antes de que aprendiese
a leer. Siempre los asociaba con una voz firme de hombre, o una voz grave y
dulce de mujer joven. Pronto conocí, gracias a mi padre, numerosos “clásicos”.
Yo iba a tomar contacto con la literatura francesa y parte al menos de la
inglesa entre los siete y los dieciocho años. Aprendería también el suficiente
latín y griego para remontarme aún más allá. Los escépticos dirán que las
lecturas precoces son inútiles, puesto que el niño lee sin comprender, al menos
durante sus primeros años. Yo doy testimonio de lo contrario, de que el niño
comprende ciertas cosas, sabe vagamente que comprenderá otras más adelante y
que las enseñanzas recibidas de esa manera son indelebles».
(YOURCENAR,
Marguerite. El laberinto del mundo. Madrid: Alfaguara, 2012, p. 702-703).
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