7 nov 2021

El descubrimiento de la lectura

«Después de haber relatado aquí unos recuerdos más o menos inconexos, quisiera consignar el milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado: el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye, en lo sucesivo, una puerta de entrada, a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Yo nunca tuve libros para niños. Los tomos rosas y dorados de la condesa de Segur me parecían llenos de tonterías e incluso de bajeza: historias contadas por un adulto que calumniaba e idiotizaba a los niños. Jules Verne me aburría; quizá sólo gustara a los chicos. Blancanieves, La pequeña cerillera, La bella durmiente del bosque, me encantaban, pero me los sabía de memoria antes de que aprendiese a leer. Siempre los asociaba con una voz firme de hombre, o una voz grave y dulce de mujer joven. Pronto conocí, gracias a mi padre, numerosos “clásicos”. Yo iba a tomar contacto con la literatura francesa y parte al menos de la inglesa entre los siete y los dieciocho años. Aprendería también el suficiente latín y griego para remontarme aún más allá. Los escépticos dirán que las lecturas precoces son inútiles, puesto que el niño lee sin comprender, al menos durante sus primeros años. Yo doy testimonio de lo contrario, de que el niño comprende ciertas cosas, sabe vagamente que comprenderá otras más adelante y que las enseñanzas recibidas de esa manera son indelebles». 
 
 
(YOURCENAR, Marguerite. El laberinto del mundo. Madrid: Alfaguara, 2012, p. 702-703).

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