«–Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo
puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de
ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó
en mí, impenetrable.
–Buenos días, Isaac. Éste
es mi hijo Daniel –anunció mi padre–. Pronto cumplirá once años, y algún día él
se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a
pasar con un leve asentimiento.