«–Supongo que querrás contarme algo –intentó ayudarlo–. ¿Una historia quizá?
–Sí. Es una historia que no ha tenido ocasión de contársela a nadie, ni a Clara, que es a quien tenía que habérsela contado nada más ocurrir, ni a usted, ni a mis padres, ni a los padres de Clara ni a nadie…
–Y ahora vienes a contármela a mí.
–Necesito contársela a alguien y nadie mejor que usted. Me muero por contar esa historia, y porque llegue a los oídos de Clara y alcance su perdón, o al menos, su comprensión y su piedad.
Entonces el señor Levin se levantó, rodeó la barra y fue poniendo sobre ella platitos y cuencos con frutos secos, con pepinillos y aceitunas, con canapés, con pastas, con tapas de tortilla, de queso, de embutido, y después fue a abrir la puerta que daba al jardín para que entrara el fresco de la noche, y al fin volvió a sentarse en su taburete y extasió la vista en las alturas.
–Paula y yo nos pasábamos la vida contándonos la vida, contándonos las historias de nuestras pequeñas andanzas diarias, y esos fueron quizá nuestros mejores momentos de felicidad. Y siempre, antes de ponernos a contar, sacábamos cosas ricas para comer y beber, y nos instalábamos muy cómodamente, porque así es como saben bien los relatos, y a veces son tan gustosos que, entre vivir y contar, si me dieran a elegir, no sé muy bien con qué me quedaría. Al final lo que perdura son las historias, y lo demás es pasto del olvido. Así que, desahógate, como hice yo contigo, y comamos y bebamos, y ya verás como al final, puestas al descubierto por las palabras, las cosas son más claras y livianas que antes».
(LANDERO, Luis. Absolución. Barcelona: Tusquets, 2012, p. 314-315).
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