Las acomodaciones de los deseos (1929), de Salvador Dalí |
«Y como yo estaba lleno de un amor que andaba todavía un poco bravo por el mundo, todavía un poco errático, girando en torno de la amada pero sin acabar de confundirse y colmarse definitivamente en ella, entonces ocurría que me paraba a contemplar no importa qué, una hierba silvestre o el paso de una nube, y con eso alcanzaba por un instante la intensidad que el amor exigía pero que al mismo tiempo me negaba. Quizá yo empezaba a intuir que así es como la vida nos mueve y nos enreda, y nos fatiga sin desmayo, porque si no alcanzamos lo que anhelamos, el corazón lo perseguirá cada vez con más saña, pero si lo logramos, o creemos lograrlo, añoraremos el anhelo que poníamos en la persecución. ¡Entonces si éramos jóvenes e incansables! Entonces, siempre entonces. Porque otra de las trampas de la vida que acaso me tocó descubrir en aquella época es la de poner el sueño al alcance de la nostalgia, de hacernos creer que el tiempo nos ha robado lo que nunca tuvimos, de forma que la sensación de plenitud va siempre unida a un cierto sentimiento de pérdida. Y en todas partes encontramos las huellas de lo que nos arrebataron o nos prometieron, incitándonos así a la búsqueda pero condenándonos sólo al carroñeo sentimental. Y quizá por eso el tiempo más propicio para que ese espejismo nos parezca próximo y real sea la espera, cuando las promesas están intactas y todo está por suceder pero nada se ha consumado aún. Cuando todo se hace y se deshace en un trajín de instantes que, como las olas del mar, nunca empiezan ni nunca tienen fin».
(LANDERO, Luis. El guitarrista. Barcelona: Tusquets, 2002, p. 282-283).
No hay comentarios:
Publicar un comentario