Oficina en una pequeña ciudad (1953), de Edward Hopper |
«Primer día hábil de septiembre. Pasan cinco minutos de las ocho y ya está cada cual en su puesto: Bernal, Pacheco, Martínez, Matías, Sol y Veguita. Poco antes se han reunido allí mismo, en el espacio despejado de la sala, han ido llegando cada cual por su rumbo y uno tras otro han aportado al grupo su frase de reconocimiento y homenaje: parecen hormigas que cada cual trae su hoja seca, su hierbecita, su brizna de algo para el común sustento del invierno: qué tal todo, ¿por dónde has andado?, aquí estamos de nuevo, qué bien te veo, cómo pasa el tiempo, no somos nadie, parece que fue ayer, y cuando nos demos cuenta otra vez Navidad. La última en aparecer ha sido Sol. Ha saludado a todos y a nadie y se ha alejado de perfil sonriendo y diciendo adiós con la mano y como cediendo al ímpetu de una corriente que le arrastrara sin remedio. Y ellos han seguido intercambiando frases hasta que, en una de las pausas, el viejo Bernal ha suspirado y ha clausurado la sesión».
(LANDERO, Luis. El mágico aprendiz. Barcelona: Tusquets, 1999, p. 250).
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