La lectura (1932), de Pablo Picasso
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«No hay quizás días de nuestra infancia que hayamos
vivido tan plenamente como los que hemos creído pasar sin vivirlos, aquellos
que hemos pasado con un libro preferido. ¿Quién no recuerda como yo esas
lecturas hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a esconder sucesivamente en
todas esas horas del día que eran bastante apacibles e inviolables para poder
darles asilo? Por la mañana, al volver del parque, cuando todos se habían
marchado a dar un paseo, yo me metía en el comedor, donde, hasta la hora
todavía lejana de la comida, no entraría nadie más que la vieja Felicia,
relativamente silenciosa, y donde no tendría por compañeros, muy respetuosos
con la lectura, sino los platos pintados que estaban colgados en la pared, el
calendario, cuya hoja del día anterior había sido arrancada recientemente, el
reloj de péndulo y el fuego, que hablan sin pedir que se les conteste y cuyas
dulces frases vacías de sentido no vienen como las de los hombres, a sustituir,
con uno diferente, el de las palabras que leéis».
(RUSKIN, John. Sésamo y lirios: ensayos sociales. Buenos
Aires: Espasa-Calpe, 1950, p. 9-10).
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