«Le di
afectuoso la mano. “Quédeselo tranquila. A nuestro viejo amigo Mendel le habría
encantado que al menos una entre los miles de personas que le deben un libro
aún se acuerde de él”. Después me marché y sentí vergüenza frente a aquella
anciana y buena señora que, de una manera ingenua y sin embargo verdaderamente
humana, había sido fiel a la memoria del difunto. Pues ella, aquella mujer sin
estudios, al menos había conservado el libro para acordarse mejor de él. Yo, en
cambio, me había olvidado de Mendel el de los libros durante años. Precisamente
yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio
aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable
reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».
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