Moonlight (1874), de Homer Winslow |
«El doctor Henke alzó impaciente la cabeza y
buscó los ojos del amigo. Él no tenía ningún sentido para la poesía, pero
casualmente se le ocurrió que aquellos ojos con su profundidad cambiante y su
brillo misterioso e inesperado tenían algo de la naturaleza del mar. Sonrió
irónicamente y gruñó:
Con un movimiento natural Erwin
se echó hacia atrás el pelo rubio ceniza:
–Oh, es muy sencillo. Cuando
vas caminando por la arena profunda, silenciosa detrás de las tumbonas de
mimbre de la playa no ves a las personas que están sentadas en ellas, pero oyes
voces, conversaciones o risas y entonces sabes: Esa persona es de una
determinada manera. Sientes que ama la vida, que tiene una gran añoranza o una
pena por la que llora su voz incluso cada vez que se ríe.
El doctor se levantó de un
salto:
–Y entonces, mi querido Erwin
se asoma un poco y se lleva un chasco cuando ve que las personas son
completamente distintas de sus voces.
Erwin sacudió la cabeza:
–Yo no busco personas. Busco la
voz».
(RILKE, Rainer Maria. A lo largo de la vida: historias cortas y apuntes. 2ª ed. Barcelona: Alba Editorial, 1999, p. 98-99).
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