Dulce verano (1912), de John William
Waterhouse
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Todo
un día de ocio te aguardaba: el mar en las primeras horas, de azul transparente
aún frío tras la madrugada; la alameda a mediodía, pasada de luz su penumbra
amiga; las callejas al atardecer, deambulando hasta sentarte en algún cafetín
del puerto. Ocio maravilloso, gracias al cual pudiste vivir tu tiempo, el
momento entonces presente, entero y sin remordimientos.
Unos
jazmines o unos nardos, colocados luego sobre la almohada para orear la media
noche, te traían el recuerdo de aquellos golfillos que por la calle los
vendían, ensartadas las biznagas en pencas de chumbera, no menos delicado el
cuerpo del vendedor, ni menos tersa su piel morena, que el pétalo de la flor
veladora de tu sueño.
Y
en la sombra caías, delicia igual a aquella con que te entregabas a la luz,
toda la jornada airosa reposando contra ti igual a un ala que se pliega».
(CERNUDA,
Luis. Ocnos. Sevilla: Ayuntamiento,
2002, p. 107-108).
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