Antonio Machado (1925), de Leandro Oroz
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«Mi Marinero en tierra
continuaba en Segovia. No recibiría pruebas hasta fines de verano. Andaba ya en
vísperas de viaje. En el automovilillo de mi hermano recorrería Castilla la
Vieja. Agustín, buen chófer, y yo seríamos sus únicos ocupantes. Mientras, no
teniendo nada que hacer, me dedicaba a pasear, sin rumbo fijo, con un libro de
versos, siempre agradable de leer bajo el amparo de los árboles.
Subía yo una mañana por la calle del
Cisne, cuando por la acera contraria vi que descendía, lenta, ensimismada, una
sombra de hombre que, aunque muy envejecida, identiqué sin vacilar con la del
retrato de un Machado más joven aparecido al frente de sus poesías –edición de
la Residencia–, conservada por mí con mucho cariño. Era él, su sombra, no me
cabía duda, su sombra triste, declinada como con pasos de sonámbula, de alma
sumida en sí, ausente, fuera del mundo de la calle. ¿Qué hacer? ¿Sería capaz de
despertarla, arrojándola fuera de su sueño? Sino me atrevo ahora –me dije–, no
me atreveré nunca... Y corrí a su encuentro, temeroso, de que se esfumara.
– ¿Don Antonio
Machado?
Dos “sí, sí”,
espaciados, salieron de su boca, después de un trémulo silencio, como si
hubiese necesitado hacer un llamamiento a la memoria para acordarse de su
nombre.
– Rafael Alberti...
Quería conocerlo y darle las gracias..
– ¡Ah, ah! –susurró,
todavía mal despierto, tomándome la mano–. No tiene usted que agradecerme
nada...
Y ausentándose nuevamente, perdida
sombra entre las galerías de sí mismo, lo vi alejarse, “mal vestido y triste”,
en la clara mañana estival, calle del cisne abajo...
Misterioso
y silencioso
iba
una y otra vez...
Así
lo retrató Ruben Darío. Y así fue, en realidad, don Antonio Machado hasta la
hora de su muerte».
(ALBERTI, Rafael. La arboleda perdida: libros I y II de memorias. 1ª ed., 6ª reimp. Barcelona: Seix Barral,
1981, p. 220).
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