Llamaradas, de Li-Shu Chen
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El mando apuraba la voz. Pero aquello no se
podía hacer de cualquier manera, a lo bruto. Cada trabajo requiere su ritmo, y
ninguno de nosotros recordaba haber cargado restos de libros quemados. Las
herramientas tampoco. Ellas y nosotros estábamos acostumbrados a recoger las
hojas caídas, al olor de las cenizas de otoño, que le daban a la ciudad un
aroma medicinal. Más que de humo habría que hablar de eso, de un aroma. Era una
naturaleza a la que le había llegado su tiempo. En cambio, lo que hoy ardía era
el tiempo. En eso sí que reparé. No dije nada, pero lo pensé. Estremil,
compañero, arde el tiempo. No las horas, ni los días, ni los años. El tiempo.
Todos los libros que no he leído, Estremil, están ardiendo. Porque él sí leía.
Era de esos operarios que se paraban a leer, con esa manera que tienen los
operarios cuando se paran a leer, a conciencia. Todo lo que hacía Estremil lo
hacía a conciencia. Seguro que algunos de los libros que él había leído estaban
allí, entre las cenizas que arrastraban los rastrillos, en las paladas que iban llenando el camión».
(RIVAS, Manuel. Los
libros arden mal. Madrid: Alfaguara, 2006, p. 134).
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