«Deslumbrada por tantas y tan maravillosas
invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se
trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la
planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo
obsesionante tumtun costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las
imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el
teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado
en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción,
reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que
pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar
aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don
Bruno Crespi, explicó mediante un bando, que el cine era una máquina de ilusión
que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la
desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un
nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine,
considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por
fingidas desventuras de seres imaginarios».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Cien años de soledad. 2ª ed. Barcelona: Círculo de Lectores, 1990, p. 168).
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