«Hay cosas que uno debe apresurarse a contar
antes de que nadie le pregunte.
Cuando, después de mucho torturar el
párrafo, Luys Forest lo dio finalmente por bueno, advirtió que no llevaba
agenda ni bolígrafo. Prosiguió su paseo por la playa cojeando levemente,
golpeando conchas con el bastón, tras el perro ansioso que husmeaba
corrupciones. En la concavidad vertiginosa de las olas que avanzaban hasta
desplomarse, giraban algas muertas y el último reflejo del poniente.
Dejó atrás el Sanatorio Marítimo, ruinoso y
abandonado, y se internó en los pálidos mosaicos de una urbanización fantasma,
una vasta obra paralizada.
Se diluían en su mente el estruendo del mar
y el párrafo obsesivo. Después de todo, pensó, es un poco confuso. Sentía
crecer aquel sentimiento espectral de su vida que le aquejaba desde hacía algún
tiempo, la irrealidad del entorno y la provisionalidad de las cosas, incluida
la curiosidad que su retorno había despertado en el pueblo, y que removía una
memoria amarga, fermentada retrospectivamente por el rumor y la maledicencia.
Llevaba cuatro meses trabajando en la versión definitiva de su autobiografía,
el segundo borrador de seiscientos folios –una orgía desenfrenada de tachaduras y
serpeteantes enmiendas–, y parecía haberse propuesto vivir de manera que el
mundo no pudiera hablar con él ni alcanzarle: no recibía visitas ni
correspondencia ni cultivaba forma alguna de contacto con el pueblo, a
excepción de su diario paseo por la playa al atardecer, precedido siempre por
su perro y su memoria de arena».
(MARSÉ, Juan. La
chica de las bragas de oro. Barcelona: Planeta, 1992,
p. 663).
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