«Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una
aldea de unas veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orillas de un
río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que
muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con
el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos
desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de
pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán.
Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con
el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue
de casa en casa arrastrando los lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó
al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su
sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos
tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo
aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida
propia –pregonaba
el gitano con áspero acento–, todo es cuestión de despertarles el ánima”. José
Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el
ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era
posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Cien años de soledad. 2ª ed. Barcelona: Círculo de Lectores, 1990, p. 9).
No hay comentarios:
Publicar un comentario